El autor y él libro son fruto de la espiritualidad cisterciense. Esa espiritualidad de pura entraña benedictina, con pulpa jugosa de caridad, sabor de pobreza y sencillez, simplicidad en lejanía gozosa, del mundo. Espíritu del Cister, de Roberto y Bernardo y Elredo, de toda esa pléyade de monjes que, miembros vivos de Cristo, van prolongando su misterio a través de las generaciones. Y que ayer, y hoy también, son el corazón de la Iglesia. Es en tierras de Normandía. La abadía cisterciense de Bricquebéc, durante medio siglo que cruza desde los últimos años del XIX hasta la mitad del XX, cobija bajo sus claustros, cernidos de luces mundanales, a un monje ejemplar, cuya influencia espiritual iba pronto a trasponer los linderos del monasterio. En la Orden y en los campos más abiertos de la espiritualidad cristiana. Influencia tanto más señalada cuanto que no brotaba de fulgurantes dones naturales, sino de un hontanar mucho más alto que todas las virtudes meramente humanas, oculto y silencioso.