Vivimos una urgencia de esperanza ante la que no podemos cerrar los ojos. Ahí fuera, una inmensa multitud de hombres y mujeres de buena voluntad no aceptan ni comprenden el mensaje de la Iglesia. Su discurso –siempre bien intencionado y la mayoría de las veces acertado– les suena como una lengua arcaica y, lo que es peor, causa rechazo social a una gran parte de la población.