De todos los silencios que ha habido en la historia del mundo, el silencio de los treinta años de la vida oculta de Jesús ha sido y será el más impresionante y el más elocuente que jamás se pueda imaginar. Ese silencio era el que san Josemaría Escrivá constantemente escuchaba, pegando su oído a los muros de la casa de Nazareth. Era ese el silencio que contemplaba durante sus ratos de oración, asomándose por el ventanuco, sin dejarse ver. Sí, lo escuchaba y lo miraba, porque el silencio de aquella estancia se puede escuchar y mirar… y tocar. Es silencio de taller de carpintero, salpicado de golpes de martillo, de sol que ilumina el polvo y el serrín suspendidos en el aire creando infinidad de brillos y formas; silencio de suelo con virutas y astillas, de miradas cómplices entre un padre y un hijo. Silencio transformado en materia, y materia preñada de trascendencia.