ABREGO JOSÉ MARÍA, Comentario a Ezequiel
Cuando en verano del 597 a.C. Nabucodonosor se acercaba al frente de sus tropas a la ciudad de Jerusalén, el hijo de una alta familia sacerdotal jugueteaba alrededor de su casa, cercana al templo. En ese momento había olvidado el peligro que se cernía sobre la ciudad. Más bien, no era consciente de las consecuencias. Pero veía en casa caras muy serias, escuchaba cuchicheos continuos, palabras al oído y demasiada preocupación para que los tiempos que corrían no le intranquilizaran. Su padre ya había dado las órdenes oportunas para arreglar los asuntos, pues se acercaban tiempos difíciles. A lo mejor en ese tiempo ya le había oído comentar que Dios estaba conduciendo el ataque contra Jerusalén por los pecados cometidos. En todo caso, no hacía falta estar muy enterado para saber cómo se las gastaban los babilonios con las ciudades conquistadas, cómo se llevaban deportados a los personajes más influyentes (al rey el primero), para asegurarse la fidelidad de los nuevos aristócratas que ocuparían su lugar –con un nuevo rey al frente– y del resto de los habitantes que quedarían en la ciudad. Podían esperar que Nabucodonosor no destruyera la ciudad, pues era la primera vez que se enfrentaban ambos ejércitos.