Sabemos que el Concilio Vaticano II insistió en la importancia de una verdadera participación de los fieles en la liturgia, y le adosó a dicha participación diversos adjetivos: «Consciente, activa, fructuosa, plena, piadosa, fácil…»2. Pero, ¿cómo lograr que ese objetivo no se limite tan solo a una mayor colaboración externa de los feligreses —llenando de “actores” el presbiterio—, sino a una verdadera participación?