El pontificado de Juan XXIII y luego el Concilio habían parecido inaugurar un renuevo inesperado, por no decir inesperable, de la Iglesia católica. En efecto, parecía que el redescubrimiento de la Biblia y de los padres de la Iglesia, el movimiento litúrgico, el ecumenismo y —mediante el retomo a las fuentes de la teología y de la catequesis un redescubrimiento de la Iglesia en su tradición más auténtica, conjugado con una franca apertura a los problemas del mundo contemporáneo: problemas científicos, culturales, sociales—, parecía, decimos, que todas estas cosas que hasta entonces habían sido privativas de una pequeña selección minoritaria mirada fácilmente con recelo desde arriba y todavía poco influyente en la masa, iban, si no de repente, por lo menos rápidamente, a ganar al cuerpo entero después de haberse impuesto a sus cabezas.