La fe católica es cristocéntrica. Cristo Jesús, Segunda Persona de la Santísima Trinidad, es principio y fin, alfa y omega, el gran pontífice que ha restablecido la unión del hombre con Dios mediante su encarnación, vida, pasión, muerte, resurrección y ascensión a los cielos. Así ha roto las cadenas que nos hacían esclavos de nuestras pasiones —desordenadas por el pecado—; del demonio, que por el pecado ejerce cierto poder sobre el pecador; y de la muerte, que es la consecuencia más dramática de la ruptura con Dios que el pecado causa. A la vez, Jesucristo nos ha merecido una elevación (por participación) a la vida divina —esto es, a la vida de la Gracia, con las virtudes sobrenaturales, los dones y frutos del Espíritu Santo—, más elevada e íntima que aquella que gozaron nuestros primeros padres en el paraíso.