Hace
ya muchos años que uno de mis maestros de la Medicina me enseñó la importancia
que tenía aprender de los alumnos si se pretendía ser un buen profesor.
Reconozco que mis primeras reacciones fueron de escepticismo e incredulidad.
Pero lo estaba diciendo un sabio nada desdeñable y, sobre todo, una persona muy
rica en humanidad, buen conocedor del corazón del hombre.
Pasaron
los años, dejé los quirófanos y fui ordenado sacerdote por Juan Pablo II en
Valencia, durante su viaje a España de 1982. Poco tiempo después comencé a
trabajar en la Universidad de Navarra. En las tareas docentes que me fueron
encomendadas tuve que desempolvar el consejo de mi viejo profesor, que ha
supuesto una clave importante para explicar la implicación de los alumnos en
las clases y seminarios que he ido impartiendo a lo largo de estos años.