La vida cristiana es a menudo interpretada desde una perspectiva parcial, pues se habla de ella como si se tratara principalmente de una respuesta del hombre y no como un don y una gracia de Dios. El cristianismo aparece entonces desenfocado, concentrado en la práctica de una serie de devociones o en el cumplimiento de unos mandamientos y de unas leyes. En realidad, «ser cristiano no es aceptar un determinado conjunto de deberes, ni tampoco superar el umbral de seguridad de la obligación para ser extraordinariamente perfectos. Ser cristiano es más bien saber que se vive sólo y siempre del don que se ha recibido» (J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, p. 217). Lo esencial es saberse amado por Dios. El acento debe estar puesto en el don que se recibe. Lo fundamental y el punto de partida, por tanto, no es el tipo de comportamiento que se debe seguir, sino la conciencia de haber recibido una gracia, que es la que permite vivir la vida humana de un modo cristiano.