En esta obra, san Juan Pablo II, no se dirige únicamente a los creyentes; por lo menos no apela inmediatamente a su fe. No toma pie de las enseñanzas bíblicas, sino que arranca de las vías de la argumentación racional. Así, por ejemplo, nada dice de la mística paulina. Sin pagarse excesivamente de las actuales modas de lenguaje, ha asimilado lo mejor de la moderna reflexión, especialmente de la fenomenología, y sabe sacar partido tanto de la filosofía de Aristóteles como —aún más— de la de Santo Tomás de Aquino para hacer resaltar más el personalismo latente.