En 1952, cuando vivía en Roma, supe cierto día, por una carta de una de sus amigas, que Madeleine Delbrél tenía la intención de venir a San Pedro para traer hasta aquí la inquietud misionera de su tiempo y de su equipo. La carta que anunciaba su llegada la describía como «un corazón dilatado al máximo por el amor del Señor».
Corrió la misma «suerte» que el resto de los amigos: reserva de pensión, diligencias ante el Vaticano para conseguir una audiencia... El día previsto no vi a nadie. Algunos días después, entre el correo, «tropecé» con una carta que Madeleine quería enviar a Pío Xll y que, de hecho, fue entregada a su destinatario.