«Es peligroso hablar de Dios», decían ya los antiguos. No sólo porque todo concepto y toda palabra humana son radicalmente inadecuados e ineptos para expresar la realidad divina, sino porque en todo hablar de Dios hay como una especie de osadía impúdica. Cuando uno habla de Dios, si lo pensara bien, quizá se reconocería en una situación incómoda, semejante a la de aquel que, en un grupo de personas, se pone a hablar de alguien a quien cree ausente, y de repente lo descubre allí, ante sus ojos. Este pensamiento sería capaz de paralizar a todo aficionado a hacer disquisiciones teológicas. Sólo en presencia de Dios podemos hablar de Dios: únicamente por su gracia, reconociendo que todo hablar nuestro sobre El, sólo puede ser un don suyo.