No hace tanto tiempo que la ciencia des¬cubrió triunfalmente que el hombre des¬ciende del mono. ¡Qué alivio! Gracias a Dios (si existe), el hombre no era pues ningún ser especial, ni el rey de la Creación, sino un mo¬no encumbrado. Adán y Eva eran personajes de un cuento de hadas judío, y jamás había existido la Creación. El slogan del siglo era: evolución. Llenos de júbilo alabamos agra¬decidos a la ciencia que nos había liberado de la idea insoportable de nuestra semejan¬za con Dios, garantizándonos genealógica¬mente la semejanza con el mono. La ciencia había reconocido nuestro verdadero valor y nuestra verdadera dignidad. Sólo los beatos retrógrados y supersticiosos continuaban creyendo en las viejas ideas degradantes de la humanidad.
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