En mis años de estudiante, los libros eran la principal inversión de un intelectual. Por «libros» entiendo ese producto de papel, encuadernado y con cubiertas, también dotado de una amplia variedad de texturas, colores y aromas.
Antes de quedar ocultos bajo la marea de dispositivos electrónicos, hubo un tiempo en que llenaban estanterías que ocupaban paredes completas, hasta el techo, en las casas de profesores y escritores. Constituía un auténtico placer contemplarlos en filas, con toda su variedad de colores y volúmenes.
Por lo que a mí respecta, mi consumo de libros rozaba la glotonería. En ese tiempo, antes de las bases de datos online, recorría librerías y mercadillos a la caza de ofertas. Solía enviar tarjetas a los comerciantes de libros raros, en las que les comunicaba mis “necesidades”. Durante mis viajes de trabajo, gastaba en libros el dinero destinado a la comida, y los devoraba entre reunión y reunión, en los medios de transporte y en las salas de espera. Leía donde fuera y como fuera. Llevado por este deseo, era capaz de renunciar incluso al sueño.
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