Aterricé en el aeropuerto Idlewild de Nueva York el 12 de octubre de 1963, después de vivir en la Unión Soviética veintitrés años, la mayoría de ellos en la cárcel o en los campos de trabajos forzados de Siberia. Algunos de los amigos y familiares que se encontraban allí ese día dicen que descendí del vuelo nº 501 de la BOAC como un nuevo Colón a punto de redescubrir América y retomar la vida de un hombre libre. Yo no me sentía así. Tampoco sabía que en 1947 me habían dado oficialmente por muerto y que mis compañeros jesuitas ofrecieron varias misas por el descanso de mi alma cuando se pensó que había perdido la vida en una cárcel soviética. Mi único sentimiento era de gratitud hacia Dios por sostenerme a lo largo de esos años y, en su providencia, devolverme por fin al hogar.
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